¿Quién no ha escuchado o, incluso, dicho “nadie es imprescindible”, en especial cuando alguien abandona la organización? Creo yo que la frase no solo es falsa, sino que, aun sabiéndolo, la repetimos porque es una forma de ocultar el error que cometemos cuando dejamos ir a esa persona imprescindible. Pero, por mucho que la repitamos, no se va a llenar el vacío que deja quien se va.

Naturalmente, el trabajo que esa persona hacía lo puede hacer otra, pero la pregunta es si lo puede hacer igualmente bien. Y es que cada trabajo tiene múltiples facetas, incontables dimensiones. Cualquier actividad, por humilde que parezca, se puede evaluar desde muy distintas variables. La rapidez con que se ejecuta, la precisión con que se hace, la consistencia en el tiempo, la forma en la que lo percibe el cliente, la atención a los detalles, en fin, cientos de aspectos. Y a esto hay que agregar aquellas actitudes y comportamientos que, aunque no hacen parte del “manual de funciones”, sí afectan a la organización en su clima y unidad, como el buen humor, la cordialidad con los compañeros, la actitud de servicio, la sonrisa sincera con que acompaña su labor, el afecto que pone en el mismo, el optimismo, la franqueza.

Todos hemos tenido la experiencia de haber sido atendidos por personas especiales, y también la sensación de que cuando esa persona, por ejemplo, muere, ya nunca nadie la podrá reemplazar. Ese postre, tal como ella lo hacía, no se volverá a hacer. Ese cuidado con el que servía a la mesa es insuperable. Esa atención que brindaba a quienes la visitaban, inigualable. Son los primeros recuerdos que vienen a mi memoria al hablar de personas indispensables. Pero también recuerdo a algunos profesores, directivos y colegas que a lo largo de los años han sido ejemplares para mí. Ser imprescindible no depende del trabajo que se realiza, sino de quién lo hace y cómo lo hace.

Los directivos tienen una enorme responsabilidad, no solo la desarrollar a estas personas, sino de no dejarlas ir. Quizá lo primero y más importante sea entender que sí existen trabajadores indispensables y que debemos alegrarnos por ello. Es una mezcla extraña, que no se puede forzar; se requiere dar con la persona con potencial, ponerla en el lugar adecuado, darle apoyo, confianza y dejarla trabajar. Y, seguramente, hacerle saber cuánto la valoramos.

Todos, por nuestra parte, debemos aspirar a ser imprescindibles. Hay quienes intentan ser imprescindibles, por ejemplo, no desarrollando un sucesor o concentrando tareas y poder, con la esperanza de que reemplazarlo sea muy difícil y costoso. Pero ese tipo de imprescindibilidad es realmente su opuesto: más bien de este tipo de trabajador es del que hay que prescindir lo más pronto posible. Aquí no importa tanto el vacío que deja, porque será transitorio. Nadie lo extrañará.

No; el tipo de imprescindibilidad al que me refiero es justamente, el contrario. El que no es necesario porque hace las cosas de manera que parecen fáciles de hacer, que no teme compartir sus “secretos” de buen desempeño y que se entrega a su labor con generosidad. Son actitudes que podemos desarrollar todos si nos proponemos y que nos darán, además, gran satisfacción.

Cuando una empresa logra o encuentra a una persona que hace su trabajo de forma excelente, no puede darse el lujo de perderla, y menos, con el triste expediente de: es reemplazable. Nosotros, por nuestra parte, debemos intentar seguir el proverbio: “Cuando naciste todos reían y tú llorabas; vive de tal forma que cuando mueras todos lloren y tú rías”.

 

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